La Dra. Elisa Seijo es Máster en Práctica Clínica en Psiquiatría del Niño y del Adolescente (2020), Máster en Psicología Infanto-Juvenil (2018) y Máster en Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad(2018).
Realmente por casualidad. Durante la carrera de Medicina no era una especialidad que barajase como primera opción, pero durante la preparación del examen MIR descubrí la Psiquiatría infanto-juvenil. Siempre me ha gustado mucho el trato con los niños y adolescentes. Me fascinaba el desarrollo de todas las habilidades mentales y relacionales, del pensamiento, el razonamiento consciente, en definitiva, la evolución del ser humano. Me parece un trabajo apasionante en el que se aprende cada día y que te permite estar en conexión constante con la parte más humana de la persona. En este caso de niños y adolescentes.
El trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH) es el trastorno del neurodesarrollo más frecuente, afectando a un 3-7% de los niños y adolescentes. Se caracteriza por niveles inapropiados en la capacidad de atención y autorregulación (hiperactividad-impulsividad) respecto a lo esperable para el nivel de neurodesarrollo del paciente. Estos síntomas comienzan en la infancia, pudiendo ser leves, moderados o graves.
Se diagnostica más habitualmente en niños que en niñas, y las manifestaciones clínicas suelen ser diferentes en ambos (en los niños es más característica la hiperactividad y en las niñas la inatención). Se estima además que entre un tercio y la mitad de los pacientes, el trastorno persistirá en la vida adulta, lo que es coherente con el carácter crónico de los trastornos del neurodesarrollo, cuya máxima incidencia se produce en la infancia, y tiende a remitir discretamente a lo largo del desarrollo.
El diagnóstico del TDAH es exclusivamente clínico, y debe estar respaldado por la presencia de los síntomas característicos del trastorno como se recogen en los manuales diagnósticos más actuales (DSM-5 o CIE-11), y por una clara repercusión funcional en los ámbitos personal, familiar, académico y/o social. Se recabará la información del niño/adolescente y de los padres y se tendrá en cuenta también la valoración del ámbito escolar.
Existen además unas baterías de pruebas psicométricas y neuropsicológicas que se aplican tanto al paciente como a su entorno (padres y/o colegio) que ayudan a la precisión diagnóstica.
La comorbilidad asociada al TDAH es muy alta. Cerca de dos terceras partes de los niños remitidos a consulta por TDAH presentan otros tipos de trastornos asociados como trastorno oposicionista desafiante, trastornos de la conducta, del aprendizaje, afectivos y de ansiedad. En los adolescentes, pueden además aparecer abusos de sustancias.
Ante todo, hay que diferenciar lo que es un trastorno de comportamiento que requiera intervención por parte de los servicios de Salud Mental y lo que no. A veces los niños discuten, son agresivos o actúan con enfado o en forma desafiante con los adultos. Si este comportamiento no corresponde a la edad del niño (por ejemplo, las rabietas clásicas de los dos años), se mantiene en el tiempo y/o son de características graves, estaremos ante un Trastorno de Conducta. Dentro de este término general se suelen englobar de manera clásica dos trastornos más delimitados que son el Trastorno Negativista Desafiante y el Trastorno Disocial. En el primero los niños se portan mal en forma persistente, causando problemas en casa, el colegio o con los compañeros, comienza antes de los 8 años y suelen mostrar esta actitud con las figuras de autoridad cercanas, padres y profesores. En el segundo, el niño muestra un patrón continuo de agresión hacia otras personas, y graves violaciones de las reglas y normas sociales en casa, el colegio y con los compañeros. Estas violaciones de las reglas pueden implicar mentir, robar o dañar las pertenencias de otras personas, escaparse de casa o del colegio, ser agresivo causando daño, acosar a otros niños o compañeros, pelear o ser cruel con los animales, e incluso violar la ley.
El abordaje de ambos es más eficaz si se adapta a las necesidades del niño y la familia en particular y si se realiza lo más temprano posible ya que los problemas de conducta se ven muy influidos por las circunstancias sociales y familiares. Los programas que mejoran las habilidades sociales, la resolución de conflictos y el manejo de la ira en niños/as en edad preescolar y adolescentes, integrados con otros programas comunitarios para adolescentes de alto riesgo o en la educación primaria, pueden reducir el riesgo de desarrollo de estos problemas de conducta.
El tema del TOC es muy interesante en la población infantil. La prevalencia del TOC en niños y adolescentes se estima entre el 1 y el 3% en población general y la edad de aparición parece tener dos picos importantes. Uno en la infancia (hacia los 9-10 años) y otro en la edad adulta. En población infantil además es más prevalente en los niños que en las niñas (posteriormente esta proporción se iguala) y casi la mitad de los casos de TOC de inicio en la infancia continuará en la edad adulta. De hecho, se afirma que más de las tres cuartas partes de los pacientes adultos con TOC presentan sus primeros síntomas antes de los 18 años, pero se considera que pueden pasar hasta 10 años desde que comienzan
los primeros síntomas hasta que se diagnostica y por tanto se trata el TOC.
La elección del tratamiento del TOC en niños y adolescentes dependerá de los síntomas, de las características del niño o adolescente y de su familia. El tratamiento deberá ser individualizado, aunque requiere la colaboración de la familia para que éste alcance su eficacia. Además, para la elección del tratamiento se han de tener en cuenta la edad del niño y su nivel de desarrollo, el impacto de los síntomas en el funcionamiento diario del paciente y su familia y la posible existencia de trastornos comórbidos.
Los trastornos del sueño tienen una prevalencia en torno al 25-40% durante la infancia y la adolescencia. Clásicamente se ha considerado que el tratamiento adecuado de un trastorno mental asociado a un trastorno de insomnio mejoraría ambas condiciones (el trastorno mental y el insomnio). No obstante, actualmente se objetiva la necesidad de realizar en muchos casos un tratamiento insomnio-específico complementario al tratamiento del trastorno psiquiátrico para su mejoría.
La terapia cognitivo-conductual para el insomnio, es el tratamiento de primera línea para el insomnio en niños y adolescentes. En algunas ocasiones es necesario asociar además un tratamiento farmacológico, siempre dentro de un plan individualizado de tratamiento del paciente, bajo estrecha vigilancia y el menor tiempo posible.
La salud mental es un componente integral y esencial de la salud. La OMS dice: «La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades.» Una importante consecuencia de esta definición es que considera la salud mental como algo más que la ausencia de trastornos o discapacidades mentales.
Una de nuestras tareas sería por tanto promover la Salud Mental. Esto tiene que llevarse a cabo en varios frentes a la vez; hay que realizar intervenciones que creen entornos y condiciones de vida que propicien la salud mental y permitan a las personas adoptar y mantener modos de vida saludables. En lo concreto, en relación a la infancia y adolescencia, pasaría por mejorar las condiciones socioeconómicas de la población mediante programas multidisciplinares (en colaboración con Servicios Sociales), intervenciones en la infancia precoz junto con los servicios educativos (creando entornos estables de desarrollo tanto a nivel físico como emocional, que le den apoyo y estimulen su desarrollo) así como actividades de promoción de la salud mental en la escuela; programas de prevención de la violencia y consumo de tóxicos entre los adolescentes. Las pautas generales y adaptadas a cualquier franja de edad en nuestro entorno serían: aprender a cuidarse tanto a nivel físico manteniendo el cuidado básico necesario (no saltarse las horas de comida, ni de descanso, dormir y descansar de manera regular) como emocional, por ejemplo planificando una rutina fuera del trabajo, manteniendo contacto con amigos y familiares y realizando auto-observación de las propias emociones y pidiendo ayuda en cuanto se detecten signos de afectación a nivel emocional, igual que lo hacemos a nivel físico en cuanto sentimos alguna molestia.
El papel de ambos es fundamental para un correcto desarrollo del niño/adolescente.
Por un lado, los padres son el eje central y más precoz de influencia sobre el niño. Se considera que el núcleo familiar es el mayor promotor del desarrollo personal del niño, tanto a nivel físico, como a nivel psicológico y social.
Por el otro, el papel de los educadores es también básico, ya que los niños pasan la mayor parte del día en el colegio por lo que en su desarrollo es muy importante una buena adaptación escolar y un clima que favorezca su crecimiento, en el sentido más amplio de la palabra. En ambos contextos se insiste en la necesidad de mantener una comunicación fluida en ambas direcciones (tanto del padre/educador hacia el niño, como, al contrario), de modo que, estableciendo un marco y unos límites claros dentro de los cuales se moverá el niño/adolescente, se mantengan abiertos todos los canales para que ante las primeras señales de que algo está pasando, seamos capaces de reaccionar de manera conjunta.