Consumir juguetes (I)

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Liliana Kancepolski Liliana Kancepolski preguntó sobre
Psicología

"En la playa de interminables mundos los niños juegan". R. Tagore

¿Es más feliz o más inteligente un niño al que no se le compran juguetes?

Un niño sin juguetes ni es más feliz ni más inteligente que otros como tampoco lo es un niño al que se le compran juguetes indiscriminadamente. Si a un niño que vive en una sociedad desarrollada y consumista como la nuestra se le niega de manera sistemática o se le reprocha que quiera un juguete por el sólo hecho de ser un juguete de los que se anuncian en la tele, o porque no se aviene a nuestros criterios, lo que se le está enseñando no es tanto a desobedecer el mandato consumista, cosa que no entiende, como a desconfiar del entorno social, a la vez que se lo descalifica por tener un deseo “impropio”, obligándolo a plegarse al mandato paterno so pena de ser asimilado a eso mismo que se desprecia. Y así encontramos niños precozmente adoctrinados por sus padres o por sus hermanos mayores, que con cinco-seis años ya critican la forma de vestir de los demás, se burlan de los que juegan con esos juguetes “proscritos”, etc. El precio que pagaríamos por la defensa dogmática de unas ideas que por el momento el niño no puede manejar del todo, parece muy alto. Si de lo que se trata es de enrolar a los niños en algún ejército, habría que pensar qué clase de ejército es ese y a qué edad se los enrola: ante todo, habría que buscar el modo de fomentar en nuestros hijos la mayor independencia de criterio posible, atendiendo a sus necesidades internas más que a las imposiciones externas concientes de que siempre de algún modo están relacionadas. Sólo un niño al que se le permite desarrollar sus propios criterios y su mundo interno puede desarrollar plenamente sus potencialidades en el respeto por las cosas de esta Tierra y por los demás.

Todos los niños son ecologistas natos

Pero si bien es contraproducente oponerse por método a las modas y a las marcas, no por eso debemos renunciar a combatir la pasividad o complacencia de nuestros hijos respecto de la manipulación consumista.

En sus primeros años si se les deja, los niños se llevan todo a la boca, se arrastran por el suelo, lo tocan todo. Paradójicamente somos nosotros los que gradualmente generamos en ellos toda clase de prevenciones, ampliando la distancia entre ellos y el mundo que los rodea: que esto no se come, que esto no se toca, que esto ensucia, que aquí no juegues... No se puede decir que a los niños no les guste reciclar para jugar todo lo que nosotros desechamos. ¡Son ecologistas natos! Como los antiguos, los niños perciben el mundo como una continuidad de sí mismos y establecen un vínculo de tú a tú con todo lo que existe y con todo lo que tienen más o menos a mano, inconcientes de los peligros y ajenos a las “buenas maneras”, de modo que prevenir el materialismo indiscriminado en nuestros hijos es fácil con sólo que seamos flexibles a la hora de poner límites a su actividad exploradora y comencemos temprano.

Al niño pequeño hay que permitirle llevarse a la boca los pies y las manos, chupar, morder, manipular y arrojar cosas, jugar con el pecho de la madre, comer con las manos y ensuciarse, gatear libremente, en la casa y en el parque, tener su espacio y adaptar nuestro espacio a sus necesidades, a la vez que suavemente, se le enseña a cuidar de sí mismo y de las cosas. Si permitimos que se exprese, si respetamos su modo personal de hacerlo, si no le avisamos demasiado pronto o demasiado ruda o groseramente de los peligros y consecuencias desagradables que encierra el tomar contacto con el mundo, el niño aprenderá de modo gradual a relacionarse inteligente y responsablemente con el entorno y a respetarlo.

Deseo consumado, consumirse de deseo

No deberíamos interpretar la avidez del niño, ya un poco mayor, por los juguetes y productos que le son ofrecidos desde la televisión, por los compañeros y los escaparates sino como una expresión más de la avidez y curiosidad del niño por todo lo que existe, y que es insaciable. Nosotros deberíamos acompañarlo empáticamente en ese apetito desenfrenado (espiritual, psíquico, y no material) por todo, redescubriendo en nosotros mismos esa misma avidez por las cosas, nuestra capacidad de asombro, y no convertirnos en un obstáculo entre su deseo y el objeto de deseo, apagando ese deseo o fijando el deseo a ese objeto en concreto.

El entorno social, y no sólo los padres, lo moldea: nosotros no deberíamos, en principio, descalificar ese entorno social, pero sí servir de tamiz de las influencias y demandas o mandatos del entorno social con los que quizás no estamos del todo de acuerdo, en pro de las demandas afectivas internas de nuestros hijos en función de lo que es mejor para ellos y para todos. Y disponemos de un período de tiempo relativamente breve antes de que el niño empiece a traer a casa el producto de esas influencias, para anclar en su interior los mecanismos que le permitirán, paulatinamente, proteger su independencia, su autenticidad y su libertad de elección.

Hay que respetar el derecho del niño a explorar y controlar su propio cuerpo, a su ritmo, a relacionarse con el nuestro, a explorar la naturaleza, su entono, a moverse y manejarse en el mundo, a conocer la naturaleza de las cosas, a explorar los límites, a explorar su personalidad y a poner a prueba la nuestra, a expresar sus deseos que no a complacerlos... La demora indefinida o no, en la satisfacción de los deseos, interponiendo entre la demanda y la satisfacción de la demanda un diálogo (“Ah, qué bonito. Fíjate, yo tenía uno parecido... ¿Y ese otro te gusta? ¿Y por qué no te gusta?”, etc.), es un modo de establecer el niño contacto con sus pulsiones, de conocerse a sí mismo, independizar el deseo por ese objeto concreto que despierta en él ahora su deseo del deseo en sí. Porque lo que el niño muchas veces en verdad desea es más que nada, expresar su deseo que, como explica Françoise Doltó, a diferencia de las necesidades, que deben ser satisfechas realmente por una cuestión de supervivencia, de salud corporal, puede expresarse y satisfacerse de forma imaginaria. Esto no significa que la frustración sistemática, arbitraria o abusiva de los deseos no pueda resultar a la larga igualmente nociva para la salud.

No podemos exigirles a nuestros hijos una militancia a la que a nosotros, si cabe, nos costó años acoplarnos. Sí podemos incentivar su interés por todo lo que los rodea interesándonos no ya por la cosa objeto de su interés sino por el interés que experimenta, por su manera de interesarse, respetando su derecho a interesarse incluso por aquello que a nosotros no nos interesa. No debemos poner el acento en el objeto de deseo sino en la capacidad de nuestros hijos para desear, para conectar con sus propios sentimientos y motivaciones, y para involucrarse en las cosas de esta Tierra: como dice F. Doltó, el niño siempre tiene razón en su deseo aunque no podamos cumplirlo, siempre ha habido idiotas que han deseado la luna, pero de no ser por ellos, no hubiéramos llegado a la Luna. Debemos confiar en que si los respetamos, antes o después nuestros hijos sabrán como nosotros o mejor que nosotros, ser selectivos.

01 de septiembre de 2016   Comentar

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